La casa de la abuela

Las habitaciones de la casa de mi abuela se sucedían una a otra. Algunas paredes estaban enyesadas y pintadas, en otras podía verse el ladrillo tras una fina capa de cal blanca y otras más eran de block desnudo. Algunas de las habitaciones no tenían ventanas o tenían ventanas que daban a otras habitaciones, algunas otras no tenían puertas o tenían por puerta cortinas colgadas de un palo de madera. Durante el verano se sofocaba el interior y en los días de lluvia mi abuela tapaba los espejos con cobijas. Los pisos eran de concreto pintado y desde la cocina, donde el suelo era de tierra apisonada, se podía ver un corral con gallinas sombreado por un guamúchil al lado de una enorme higuera y un nopal.

La cocina era el alma de la casa de la abuela y el patio el proveedor de productos. En las mañanas algunas de mis tías sacaban los huevos recién puestos del gallinero, otras cortaban los nopales y los partían en cuadritos, otras más hacían tortillas de harina y mi abuela colaba el café. Mi tarea era jimar elotes y machacar los granos en el molino apalancado en la mesa de madera. Mi hermana y una de mis tías salían a vender los nopalitos que sobraban a las casas vecinas. Todos teníamos algo qué hacer.

A mi tío Jerónimo le tocaba matar las gallinas. Les rompía el cuello haciéndoles girar el cuerpo y les hincaba un hacha en el pescuezo. Los cuerpos de las gallinas brincaban descabezadas y chorreando  sangre. Era impresionante. Todos ayudábamos a desplumarlas y mi abuela las ponía a cocer. Para medio día estábamos comiendo caldo con papas y unas enchiladas. A mi hermana le encantaba comerse las patas de las gallinas, las dejaba limpiecitas, los puros huesitos. Después de comer nos poníamos a jugar con ellas, las hacíamos bailar, asustábamos a las tías, nos dábamos masaje, nos rascábamos uno a otro con las uñas, las posibilidades eran infinitas. ¡Provecho!