En Memoria
Una de las habitaciones de la casa de la abuela no tenía ventanas. Era fácil esconderse en la oscuridad y asomarse bajo una cortina que hacía las veces de puerta y que daba a la recámara de mis tías. Por las tardes, después de la escuela, mis tías llegaban a la casa, se quitaban el uniforme y se vestían con ropas más cómodas. De vez en cuando las espiaba mientras se desvestían y en alguna ocasión me tocó incluso ver a algunas de sus amigas cambiarse de ropa también. Yo trataba de aprenderme de memoria las formas de sus piernas y el tamaño de sus pechos, no porque me interesara o me excitara, sino porque me gustaba ver reír a mi papá cada vez que le contaba quién de mis tías o de sus amigas tenía los pechos más grandes.
Mi papá no vivía con nosotros, nunca lo hizo, pero nos visitaba casi todas las noches en la casa de mi abuela. Mi mamá y mi hermana lo recibían con un beso, yo, con un abrazo. Llegaba justo a la hora de cenar y mi abuela siempre lo invitaba a comer algo. Con tantos años de trabajar como cocinera en restaurantes se le quedó la costumbre de cocinar como para un ejército y siempre había tortillas de harina, frijoles y queso preparados para servir a cualquier hora. Cuando se quedaba a cenar, era común que bajara un seis de Miller de su Ford LTD, (Loco Tirando Dinero decían algunos de los vecinos), y se tomaba un par de ellas con la cena. El resto de las botellas terminaba en las manos de alguna de mis tías o de un tío que nos venía a visitar de Ciudad Obregón de vez en cuando.
En las navidades era el quien ponía el ambiente en la casa de la abuela, mambo, cha cha chá, rock and roll, milongas y hasta música disco, tan de moda en aquella época. Siempre había tiempo para bailar un par de canciones, después se escabullía. Así las visitas de mi papá a la casa de la abuela, siempre apuradas, de entrada por salida, de pisa y corre. Siempre con prisa por salir.